domingo, 11 de abril de 2010
Correspondencia desde las inmediaciones de Bagdad
Sobre los naipes cobijo la barbarie, abierta en forma de abanico, con la infalible exactitud de un as de copas. Retornan del olvido señales luminosas, perros que se pudren el tísico espinazo en la calleja y dan golpes tras la puerta. Los cerrojos de la puerta denotan el herrumbre, evaden las barajas y toman las tarántulas de abono al sufrimiento. En el comedor de la casa se sirven caracolas, tristes sílabas cual banderillas para pintarle luz a los ramajes.
Una niña mira con largueza los hacedores del tiempo. Cuéntame los fuegos artificiales de la aldea, la fiesta de disfraces y como del cielo caen piñata con números de serie.
En la huerta, dice, gustan de crecer las zanahorias y ha hecho un gran espantapájaros de antídoto a los cuervos, aunque estos no hurgan bajo tierra, ni traen un reloj ensimismado que astilla los maderos de un árbol.
A lo lejos la línea que surca gris-verde el horizonte es adornada de aluminio, tenues barrotes le circundan, y obturan la perfección de un lienzo postmoderno donde tiernas marugas disparan ráfagas de plomo.
Rojo, solo rojo y grisverdoso en medio de la plaza. Algunos moradores juegan a dormirse muchas horas tendidos por el suelo. Los ojos abiertos para no ver el movimiento de niños y payasos. Quédanse inmóviles en este gran circo...
Quizá esta carta llegue sin destinatario a las afueras de Bagdad. Quizá el mago desapareció a mi niña y sus muñecas.
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